(...)
Dirigíanse las gentes
por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras
como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y
para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo
para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se
apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid.
Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de
una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna
cineraria de una esperanza o de un deseo.
(...)
–¡Necios! –decía a
los transeúntes–. ¿Os movéis para ver
muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? (... ) ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio
epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres
y a vuestros abuelos, cuando vosotros
sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del
cuartel; ellos son los únicos que gozan
de la libertad de imprenta, porque
ellos hablan al mundo. Hablan en voz
bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les
puso, y ésa la obedecen. (...)
¿Y este mausoleo a la
izquierda? «La armería.» Leamos:
«Aquí yace el valor
castellano, con todos sus pertrechos».
Los Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media». (...)
Más allá: ¡Santo
Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de
vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la
habían puesto, o no se debía de poner nunca.
(...)
¿Qué es esto? ¡La
cárcel! «Aquí reposa la libertad del
pensamiento.» ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para
instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí
involuntariamente:
Aquí el pensamiento
reposa,
en su
vida hizo otra cosa.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. «Aquí yace el crédito español». Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio
sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña?
La Imprenta Nacional.
Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de
Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer
decía sólo: «¡Este terreno le ha
comprado a perpetuidad, para su
sepultura, la junta de enajenación de
conventos!»
¡Mis carnes se
estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy!
¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. «Aquí reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.
«El Salón de Cortes».
Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en
lenguas de fuego.
Aquí yace el
Estatuto,
vivió
y murió en un minuto. (...)
Pero ya anochecía, y
también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto
cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido
prolongado, intérprete de su instinto
agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que
tantea la ropa; entonces no vi más que
un gran sepulcro: una inmensa lápida se
disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había «aquí yace»
todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a
la vista ya distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé– la
horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión
nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían
repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del
día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo
envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise
salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno
no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! « ¡Aquí yace la
esperanza!»
¡Silencio, silencio!
El Español, n.º 368, 2 de noviembre de 1836.
Mariano José de Larra
El día de difuntos de 1836
Fígaro en el cementerio
Texto completo
(Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)
1 comentario:
Apenas tres meses después, en la noche del 13 de febrero de 1837 se suicidó de un pistoletazo en la sien derecha. Tenía veintisiete años.
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