viernes, 14 de noviembre de 2014

Sebastiao Salgado


Como cada mañana he salido a ver la salida del sol. Hoy los cielos estaban espectaculares...


Volví a estremecerme, los vellos se me erizaron y unas lágrimas volvierosn a asomar...
Con mi pequeña y ridícula cámara en la mano, recordé la emoción que me reportó ver anoche
 "La sal de la Tierra"
con
Sebastiao Salgado

"Somos un animal muy feroz.
Somos un animal terrible, nosotros, los humanos.
Nuestra historia es una historia de guerras,
es una historia sin fin,
una historia de locos."


La sal de la tierra es una carta de amor de un padre a un hijo, pero sobre todo, es un documento inspirador sobre un testigo del lado más oscuro del ser humano en los conflictos de Congo, Angola, Yugoslavia o, especialmente, Ruanda. Asomarse a ese horror le hizo perder toda esperanza en el ser humano.
Paradójicamente, Salgado recuperó la fe en la humanidad alejándose de ella. Tras tocar fondo en Ruanda, en el siglo XXI tomó distancia para contemplar la naturaleza en su conjunto. Impulsó el Instituto Terra, en el que repobló la selva amazónica perdida de su hacienda familiar con dos millones y medio de árboles.
Su amor hacia la tierra tuvo su eco artístico en el proyecto fotográfico Génesis: fotografías aéreas, paisajes, animales y personas alejadas del mundo moderno.



Otra película de Sebastiao Salgado, del año 2000, TheSpectre of  hope (en inglés)



Me gusta la fotografía de Sebastiao Salgado desde  hace muchos años y sabía que fotografiando la naturaleza también sería excepcional. Génesis, editado en 2013 ha sido la culminación feliz, el reencuentro con la naturaleza y la paz, que Tiao merecía.
Os dejo esta excepcional entrevista con Salgado sobre la publicación de Génesis.

sábado, 1 de noviembre de 2014

El día de Difuntos de 1836


(...)   
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!

Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.  (...)


–¡Necios! –decía a los transeúntes–.  ¿Os movéis para ver muertos?  ¿No tenéis espejos por ventura?   (... )   ¡Miraos,  insensatos,  a vosotros mismos,  y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio!  ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos,  cuando vosotros sois los muertos?  Ellos viven,  porque ellos tienen paz;  ellos tienen libertad,  la única posible sobre la tierra,  la que da la muerte;  ellos no pagan contribuciones que no tienen;  ellos no serán alistados ni movilizados;  ellos no son presos ni denunciados;  ellos,  en fin,  no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel;  ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta,   porque ellos hablan al mundo.  Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar.  Ellos, en fin,  no reconocen más que una ley,  la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso,  y ésa la obedecen.  (...)


¿Y este mausoleo a la izquierda?  «La armería.»  Leamos:
«Aquí yace el valor castellano,  con todos sus pertrechos».
Los Ministerios:  «Aquí yace media España;  murió de la otra media».   (...)
Más allá: ¡Santo Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.   (...)
¿Qué es esto? ¡La cárcel!  «Aquí reposa la libertad del pensamiento.»  ¡Dios mío,  en España, en el país ya educado para instituciones libres!  Con todo,  me acordé de aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,                  
en su vida hizo otra cosa.


Puerta del Sol.  La Puerta del Sol:  ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa.  «Aquí yace el crédito español».  Semejante a las pirámides de Egipto,  me pregunté,  ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña?
La Imprenta Nacional.  Al revés que la Puerta del Sol,  éste es el sepulcro de la verdad.  Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria.  Ésa yace para nosotros en toda España.  Allí no había epitafio,  no había monumento.  Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo:  «¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad,  para su sepultura,  la junta de enajenación de conventos!»

¡Mis carnes se estremecieron!  ¡Lo que va de ayer a hoy!  ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?


Los teatros.  «Aquí reposan los ingenios españoles.»  Ni una flor,  ni un recuerdo,  ni una inscripción.
«El Salón de Cortes».  Fue casa del Espíritu Santo;  pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.
Aquí yace el Estatuto,                 
vivió y murió en un minuto.   (...)


Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí.  Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio.  Olía a muerte próxima.  Los perros ladraban con aquel aullido prolongado,  intérprete de su instinto agorero;  el gran coloso,  la inmensa capital,  toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa;  entonces no vi más que un gran sepulcro:  una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.

No había «aquí yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.


«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.


Una nube sombría lo envolvió todo.  Era la noche.  El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio.  Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida,  de ilusiones,  de deseos.
¡Santo cielo!  También otro cementerio.  Mi corazón no es más que otro sepulcro.  ¿Qué dice?  Leamos.  ¿Quién ha muerto en él?  ¡Espantoso letrero! « ¡Aquí yace la esperanza!»
¡Silencio,  silencio!

El Español,  n.º 368,  2 de noviembre de 1836.


Mariano José de Larra
El día de difuntos de 1836
Fígaro en el cementerio


Texto completo
(Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)